El antes y después de Mariel Turrent
Por Miguel Ángel Meza
En
la historia de las amistades literarias, hay un momento que define un antes y
un después. El antes —en el caso de Mariel y el que esto escribe— se fue construyendo
al calor de los libros, como si fuera una complicidad surgida al abrigo de ciertas
afinidades electivas tanto en lecturas como en visiones del mundo y
aprendizajes de vida, siempre con el acompañamiento de las respectivas obras
creativas. El después parecería empezar en el ahora: porque percibo que estar
aquí, al lado de mi querida amiga, es una especie de parteaguas en esa relación
literaria que hemos cultivado a lo largo de casi treinta años, un tiempo
pausado en distintos momentos por los apremiantes principios de realidad.
Como testigo cercano de sus afanes
creativos, he seguido con curiosidad intelectual la trayectoria de Mariel
Turrent. La he seguido desde aquel su primer libro de cuentos publicado en 1996;
luego, durante su incursión en la poesía donde enfrentó las mudanzas prodigiosas
del lenguaje; más adelante, en su formación como lectora que no solo devora
libros, sino que los asimila con provecho —lo cual constituyó su verdadera
universidad—, hasta su apuesta por el género de largo aliento, primero con su
novela Hasta el último vuelo —obra de formación y aprendizaje, de
descubrimientos tanto de su personaje como de las posibilidades de la autora misma
como creadora—, y ahora con esta novela del 2021.
En este seguimiento me he comportado no solo como
lector interesado y comprometido con lo que se publica en el terruño, ni solo
como editor de una revista literaria en la cual ella ha colaborado desde 1999.
Me he comportado, fundamentalmente, como un crítico amigo que se ha tratado de
mantener al margen —cuando se convierte en crítico— de los equívocos
complacientes que puede generar a veces la simpatía, el cariño y la amistad.
Y desde esa posición me atrevo a
afirmar que Oveja negra es, sin duda, esa obra que marca la entrada de
nuestra autora a una etapa de madurez literaria y de nuevos retos, tanto en la
lealtad a sus inquietudes temáticas como en la conciencia de su procedimiento
formal, es decir, la conciencia de la traducción de realidades personales a una
ficción verosímil e independiente. Esa ficción, esta novela, alza el vuelo con tal
autonomía y libertad que transporta al lector a un universo que se sostiene por
sí solo, con vida propia. Y no solo se sostiene por el interés que suscita en nosotros
su protagonista —con sus sueños e incertidumbres, con sus dudas existenciales y
su audacia para vivirse como una mujer distinta dentro del cuerpo que habita—,
sino, principalmente, por la literariedad de su tratamiento.
Decía Flaubert: no hay temas buenos ni malos,
solo hay buenos o malos tratamientos. Esto que hoy parece una obviedad, pero
que en el siglo XIX fue una idea subversiva, sigue vigente y debe estar marcada
con fuego en el espíritu de los escritores que quieren ser algo más que buenos
novelistas. La novela es forma. La belleza literaria depende esencialmente de
la forma y del lugar que ocupe la poesía como categoría artística en la
representación discursiva, tanto en la prosa que solicita de la poesía sus
virtudes —sonoridad, precisión, armonía, ritmo— como de las imágenes poéticas
que agregan otra realidad a la realidad vulgar que describen.
Y esta literariedad vale también para la
verosimilitud de los otros elementos del sistema novelístico. Por ejemplo, la
creación de personajes. Cuando estos entes de la ficción salen de la página y
empiezan a caminar frente a nosotros compartiéndonos sus reflexiones,
inquietándonos con sus actos, conmoviéndonos con sus sentimientos y toma de
decisiones, sabemos que estamos frente a una obra viva. Una obra que puede
dejar huella específica en nuestra memoria, como aquellas personas que ayer no
conocíamos y que hoy de pronto se vuelven cercanas y queridas en virtud de su
singularidad humana.
Es el caso de Marcela, la protagonista de esta
obra (de muchas maneras alter ego de la autora), cuya vida antiheroica y
convencional esconde pasajes ocultos donde se revela como una mujer intensa que
anhela otra vida, con sus pasiones, ilusiones y sueños. Su heroísmo es
interior. O como el caso de Patricio, ese prototipo de la libertad, cuyo
arrebato existencial recibe recompensas, pero también sufraga facturas vitales cuando
la vida suele cobrárselas; pero, sobre todo, es el caso del investigador Oliver
Mata. Hombre paradójico y misterioso, que puede parecer a muchos un ser
increíble en la realidad, Mata se levanta en la novela con inquietante verosimilitud,
tal vez porque refleja las ambigüedades que trasuntan los claroscuros de que
somos capaces los seres humanos. Es otra oveja negra en la novela de las muchas
que a su manera escapan del rebaño de la medianía, de lo supuesto, de lo
corriente, para revelarse si no excepcionales sí sugerentes en su atractiva y
compleja individualidad.
Novela del realismo intimista que escrudiña
el alma de una mujer y su transformación, Oveja negra también roza otros
géneros: el relato negro al inicio, luego el diario personal —esa especie de noveleta
dentro de la novela— y, al final, el guiño de un erotismo suave, más romántico
que transgresor, todo ello como pretexto para ofrecernos el texto esencial de
Marcela. Representante de una mujer casi típica de la clase media cancunense
—una mujer que ha elegido su conservadurismo y su tranquilidad espiritual a
sabiendas de que su dicha está lejos de las antípodas—, Marcela es un personaje
que era necesario contar en la narrativa local, porque refleja la sensibilidad
de esa clase y los principios de quienes la conforman. La intensidad de sus
vivencias es interna, sus aventuras no dejan cicatrices externas sino viajes al
fondo de sí misma documentados por la reflexión que tiene más preguntas que
respuestas, ambientados por la nostalgia del tiempo que sedimenta las
experiencias de vida, decantados hacia la elección de la paz interior.
En el panorama de la literatura
cancunense, la figura de Mariel Turrent va cobrando cada vez mayor visibilidad,
consistencia y prestancia literaria. En tres años, dos novelas la han ubicado
en un lugar preponderante entre las y los escritores locales que se han ocupado
de este género en nuestro pasado reciente, y se erige como un acicate y un reto
para los que están trabajando en él en este momento. Con estas dos obras,
Mariel se ha alejado de ese concepto abstracto que es la literatura para
empezar a escribir su literatura, como le recomendaba Alfonso Reyes al
joven Ricardo Garibay, cuando este le decía que abandonaba la investigación académica
(lo que no se le daba ni por temperamento ni por vocación). Olvídese de la
literatura —le decía Reyes— y ocúpese de su literatura, lo que quiere
decir: exprese su propia voz, hable de
lo que le atañe, grite lo que le sale de las entrañas. Me parece que Mariel ha
entrado ya en ese camino.
Tal vez me equivoque, pero intuyo en Turrent
—en este punto de quiebre de su trayectoria— un paso adelante en su designio
interior de convertirse en creadora. Herman Hesse lo definía como la necesidad
de cada uno de vivir la historia personal a partir de las renuncias. La única
manera de alcanzar la meta —afirmaba el autor de Demian— es atreverse en
reemplazar a los guías, abandonar a los maestros, alejarse de las tutelas para
enfrentar en solitario la búsqueda de las nuevas rutas.
Finalmente, pienso que, con Oveja negra,
la escritora ha agregado una parcela más a nuestro mapa literario. Una parcela
que ayuda a perfilar otros rasgos del rostro de nuestra ciudad, otras formas de
su temperamento, un espejo más de su diversidad. Y está contribuyendo mediante su
literatura a construir esa identidad cancunense tan elusiva en su continua
transformación.
Hay
que leer esta novela no solo porque es una obra bien escrita, con trama
exterior e interior de dosificado suspenso y una intertextualidad posmoderna de
pertinente riqueza, sino porque es emotivamente honesta. No es una obligación
por supuesto, pero los lectores locales deberíamos atender más los productos de
nuestros autores, sobre todo en un momento en que el fenómeno literario
cancunense ha entrado en una fase de sazón propositivo que expresa cada vez con
mayor preocupación artística la problemática de nuestra ciudad. Esto no solo
contribuye a cerrar el círculo virtuoso de la escritura, sino propicia la
consolidación de un sentido de pertenencia tan necesario a nuestra comunidad
cultural cada vez más activa y pujante.
Miguel Ángel Meza
Cancún, Quintana Roo
Mayo, 2022